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EL NEGOCIANTE, EL BURRO Y LOS ZORROS
En un lejano pueblo de Acomayo, llamado
Pillpinto, vivía un comerciante que quincenalmente viajaba a Quillabamba, donde
compraba aguardiente y coca, que luego vendía a sus coterráneos y también por
las tierras de Livitaca, Kapaqmarca, Llusco, Velille… comprensión de la
provincia de Chumbivilcas, departamento del Cusco.
¿Cómo había empezado este
comerciante? Pues, bien, sus primeros años fueron de sufrimiento porque cargaba
en sus espaldas mercancías que intercambiaba en Quillabamba con los productos
de selva. Poco a poco, comenzó a capitalizar hasta que, finalmente, pudo
comprar varias mulas para transportar sus mercancías.
Cierto día, en el camino se le
presentó un percance. ¿Qué había sucedió? Durante la noche había llovido a
torrentes y como resultado de un deslizamiento de tierras se había caído el
puente. -Esto sucedió en las alturas de Tankaq, distrito de Ollantaytambo- y no
había un lugar que permitiera vadear y pasar a la ribera de enfrente. Así que,
para pasar la noche, don Lucio determinó acampar en una cueva.
Después de descargar los bultos
de coca y los odres de aguardiente que llevaba, se introdujo, con sus
ayudantes, en un gigantesco machay o caverna que existía en medio de la
montaña. Luego los ayudantes fueron en busca de una pampa que tuviera forraje para que las mulas apacentaran. Para que las
bestias no escaparan, les amancornaron con lazos, las patas delanteras.
La montaña estaba cubierta de
ichu, pedrones, alguna arboleda; el viento latigueaba el semblante cansado de
los viajeros. Cuando la noche cayó sobre la montaña, solamente se escuchaba el
silbido cordillerano. Los viajeros se recostaron sobre las caronas o
cabalgaduras de las bestias, cubriéndose con ponchos y frazadas. Se pusieron a
conversar mirando a las estrellas y fumando cigarrillos elaborados con tabaco
quebradeño. Hasta que se escucharon las canciones de los jakachos y pukupukos.
Al día siguiente, muy temprano, se levantó el comerciante y salió del machay,
encontrando el piso cubierto de espejos de hielo. Después de abrigarse con su
poncho, buscó a las bestias, pero grande fue su sorpresa cuando vió que las
mulas habían desaparecido del lugar donde las dejaron la noche anterior. De
inmediato dio aviso a los ayudantes para que busquen a los cuadrúpedos.
Después de paciente y
preocupante búsqueda, uno de los ayudantes encontró huellas de las mulas, y
comenzó a rastrearlas como un perro en busca de carne; dentro de los ichuales y
arbustos. Los cuadrúpedos se habían metido a otro machay, donde estaban muy
bien parados, el ayudante subió a una colina desde donde llamó a su patrón y a
los otros ayudantes, diciendo: ¡Aquí están las mulas! El eco de la montaña
trasladó su voz por todo el espacio… Cuando escuchó la respuesta de los otros
buscadores que venían a su encuentro orientados por la voz que no dejaba de
llamar.
El inti trepaba con pasos largos
y poderosos por la escalinata del firmamento azul; luego la neblina blanca que
cubría la montaña se elevaba, con sus alas incansables, hacia el cielo.
Por fin el dueño llegó hasta donde estaban las
mulas, pero le produjo gran inquietud no encontrar los lazos en las patas de
las bestias. El, con sus ayudantes, los buscaron, pero no había rastro de
ellos. En la mente del comerciante surgieron muchas interrogaciones ¿Quién los
desató? ¿Con qué lazos cargaría las mercancías?
El sol llegó a las espaldas
verdes de las montañas trayendo un calor agradable. Don Lucio divisó a una
pastora que subía a la montaña, por un camino zigzagueante, arreando una
tropilla de llamas, y se dijo: iré a su encuentro y le preguntaré por mis
lazos. A grandes zancadas el comerciante fue en dirección de ella… Las neblinas
blancas habían desaparecido del escenario, (el comerciante) al interrogarle recibió
la siguiente respuesta:
-
Señor ¿Quién va a robar los lazos? Por estos
lares la gente no llega… y menos de noche.
-
Gracias –contestó el negociante; luego se
retiró.
Cerca al medio día, el sol había avanzado
caminando hasta el centro del universo. El comerciante y sus ayudantes no
habían desayunado por buscar las sogas. A don Lucio se le hacía un mundo
pensando como cargar sus productos en las doce mulas negras. Así divisó un
burro que se aproximaba, tras–trus…, con sus patas delgadas y con las orejas
muy paradas hacia adelante. El comerciante se aproximó al burro y el pollino lo
saludó con sumo respeto:
-
Amigo, buenos días ¿Qué se le ofrece?
El comerciante después de recibir el saludo, con
voz lacerante le narró todo lo que le había sucedido. La bestia, luego de
golpear al suelo con sus patas delanteras, le respondió:
-
Amigo comerciante, yo sé dónde están las sogas.
-
¿Estás
seguro? ¿Cómo sabes?
-
No quiero que me preguntes –le dijo el jumento.
— Señor burro, ¿los puedo recuperar? ¿Acaso puedes ayudarme?
-
Por supuesto amigo –dijo el asno.
El semblante de don Lucio se trastocó en alegría
desbordante. Seguidamente el comerciante le preguntó:
-
¿Cuánto me cobras? La bestia mirando al
comerciante, le dijo:
-
¿Qué haría yo con el dinero? Lo que quiero,
señor comerciante, es que me traigas una carga regular de cebada, en etapa de
espigar, y también una porción de quinua, pero hervida.
-
De acuerdo, amigo burro –respondió el
comerciante.
El comerciante llamó a uno de sus ayudantes
y le ordenó que bajara a Ollantaytambo para comprar una carga de cebada y
quinua.
Él no perdía las esperanzas de encontrar sus
doce lazos, y con sus ayudantes los siguió buscando por quebradas y lomadas.
Ya al atardecer, el ayudante apareció
cargado de pasto de cebada y quinua hervida. Estaba muy cansado y sudoroso y,
al llegar, lanzó la carga delante del burro. Don Lucio le dijo al animal:
-
Amigo burro: ahí tienes lo que me has pedido.
-
Gracias don Lucio –respondió el burro.
El asno comenzó a manducar, a boca llena, la
cebada espigada. Saboreaba con placer, mientras que la quinua hervida se
mantenía cerca. Después que terminó de yantar la cebada, le dijo al
comerciante:
-
Amigo, ahora me voy a echar en el suelo, luego
tú me vas a untar con la quinua hervida: mis ojos, mi ano y mi boca.
-
¿Y después? — Ah… luego te vas retirar lejos del
lugar junto con tus mulas.
-
¿Acaso señor burro no me estás engañando? —
Señor arriero ¿cómo vas a pensar de esta manera?
-
Está bien, pero después, ¿qué hago? –preguntó el
comerciante.
-
Cuando escuches mi rebuzno, recién vendrás.
-
Está bien –respondió el comerciante. El burro se
estiró en el suelo en forma rígida.
Después de largo rato se aproximó un zorro
con pasos lentos y desconfiados y comenzó a mirar con ojos escrutadores todas
las partes del burro; luego dio varias vueltas alrededor del pollino. El zorro
se paró junto a la cabeza del rucho y después dijo:
- Ah… ¡qué
suerte tengo ¡…este burro está muerto, seguramente con torzón, pues debe haber
tragado mucho. No pensaba banquetear tan rica carne ¿Cuántos días estará ya
muerto? Tiene la panza muy hinchada. Uf… en su boca hay gran cantidad de
gusanos, igualmente en sus ojos y ano. O sea, ya está en putrefacción. Yo solo
¡ qué voy a poder terminar tanta carne ¡, mejor voy a llamar al resto de los
zorros para banquetear en grupo porque ellos, en alguna oportunidad, también me
han invitado a saborear las ricas carnes de ganados que se habían
desbarrancado.
El zorro se retiró brincando de regocijo;
luego oteó desde encima de un pedrón verduzco. Los zorros comenzaron a salir de
sus madrigueras y, seguidamente se enrumbaban, guiados por los ademanes del
zorro. Las bestias carnívoras rodearon al pollino; de sus bocas caían
cantidades de saliva. Antes de empezar con el banquete, uno de los zorros
habló:
-
Hermanos y hermanas, este burro está muerto hace
días. Miren su ano, ojos y boca, hay gran cantidad de gusanos –quinua hervida–.
Pero si empezamos a banquetear, su hedor va a llegar a las narices de los
cóndores, pumas y otros animales. Ellos pronto van a llegar y nos van a quitar
toda la carne.
-
Amigo
¿Qué podemos hacer? –dijo uno de los carnívoros.
-
Hermanos,
lo que podemos hacer es arrastrar el burro a mi madriguera, que es grande.
-
Pero ¿con
qué sogas?
-
Yo tengo –anunció el zorro-. Luego otro dijo:
- Esta carne aún está fresca y todavía no está tan malograda; tampoco vuelan las
chiririnkas [moscardones].
El jefe de los zorros, que tenía cola frondosa y
canosa, habló:
-
Hermanos, cada uno de ustedes tiene que
amarrarse la punta de los lazos a vuestros cuellos y cinturas, para que de esta
manera puedan tener más fuerza para arrastrar el burro.
-
Está bien –dijeron a voz unísona los zorros.
El sol desde la altura contemplaba cómo las
bestias carnívoras arrastraban al burro plateado en una sola dirección. Hacían todo
el esfuerzo posible para llegar lo más rápido a la madriguera. Pero,
súbitamente, el burro plateado se levantó del suelo rebuznando y correteando
por los pedregales y campos; pateando, coceando y mordiendo a los zorros. Los
animales al recibir las patadas y mordeduras, iban muriendo. El sol paralizó su
caminata por el firmamento, contemplando asombrado la tragedia de los zorros.
El comerciante corrió al encuentro del burro
para agradecerle por la recuperación de sus doce lazos.
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