sábado, 21 de mayo de 2016

Danza Sagrada De Los Apus: 50 Mitos, El Negociante, El Burro y Los Zorros (Cuento N° 7)


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EL NEGOCIANTE, EL BURRO Y LOS ZORROS

 En un lejano pueblo de Acomayo, llamado Pillpinto, vivía un comerciante que quincenalmente viajaba a Quillabamba, donde compraba aguardiente y coca, que luego vendía a sus coterráneos y también por las tierras de Livitaca, Kapaqmarca, Llusco, Velille… comprensión de la provincia de Chumbivilcas, departamento del Cusco.
¿Cómo había empezado este comerciante? Pues, bien, sus primeros años fueron de sufrimiento porque cargaba en sus espaldas mercancías que intercambiaba en Quillabamba con los productos de selva. Poco a poco, comenzó a capitalizar hasta que, finalmente, pudo comprar varias mulas para transportar sus mercancías.
Cierto día, en el camino se le presentó un percance. ¿Qué había sucedió? Durante la noche había llovido a torrentes y como resultado de un deslizamiento de tierras se había caído el puente. -Esto sucedió en las alturas de Tankaq, distrito de Ollantaytambo- y no había un lugar que permitiera vadear y pasar a la ribera de enfrente. Así que, para pasar la noche, don Lucio determinó acampar en una cueva.
Después de descargar los bultos de coca y los odres de aguardiente que llevaba, se introdujo, con sus ayudantes, en un gigantesco machay o caverna que existía en medio de la montaña. Luego los ayudantes fueron en busca de una pampa que tuviera forraje para que las mulas apacentaran. Para que las bestias no escaparan, les amancornaron con lazos, las patas delanteras.
La montaña estaba cubierta de ichu, pedrones, alguna arboleda; el viento latigueaba el semblante cansado de los viajeros. Cuando la noche cayó sobre la montaña, solamente se escuchaba el silbido cordillerano. Los viajeros se recostaron sobre las caronas o cabalgaduras de las bestias, cubriéndose con ponchos y frazadas. Se pusieron a conversar mirando a las estrellas y fumando cigarrillos elaborados con tabaco quebradeño. Hasta que se escucharon las canciones de los jakachos y pukupukos. Al día siguiente, muy temprano, se levantó el comerciante y salió del machay, encontrando el piso cubierto de espejos de hielo. Después de abrigarse con su poncho, buscó a las bestias, pero grande fue su sorpresa cuando vió que las mulas habían desaparecido del lugar donde las dejaron la noche anterior. De inmediato dio aviso a los ayudantes para que busquen a los cuadrúpedos.
Después de paciente y preocupante búsqueda, uno de los ayudantes encontró huellas de las mulas, y comenzó a rastrearlas como un perro en busca de carne; dentro de los ichuales y arbustos. Los cuadrúpedos se habían metido a otro machay, donde estaban muy bien parados, el ayudante subió a una colina desde donde llamó a su patrón y a los otros ayudantes, diciendo: ¡Aquí están las mulas! El eco de la montaña trasladó su voz por todo el espacio… Cuando escuchó la respuesta de los otros buscadores que venían a su encuentro orientados por la voz que no dejaba de llamar.
El inti trepaba con pasos largos y poderosos por la escalinata del firmamento azul; luego la neblina blanca que cubría la montaña se elevaba, con sus alas incansables, hacia el cielo.
 Por fin el dueño llegó hasta donde estaban las mulas, pero le produjo gran inquietud no encontrar los lazos en las patas de las bestias. El, con sus ayudantes, los buscaron, pero no había rastro de ellos. En la mente del comerciante surgieron muchas interrogaciones ¿Quién los desató? ¿Con qué lazos cargaría las mercancías?
El sol llegó a las espaldas verdes de las montañas trayendo un calor agradable. Don Lucio divisó a una pastora que subía a la montaña, por un camino zigzagueante, arreando una tropilla de llamas, y se dijo: iré a su encuentro y le preguntaré por mis lazos. A grandes zancadas el comerciante fue en dirección de ella… Las neblinas blancas habían desaparecido del escenario, (el comerciante) al interrogarle recibió la siguiente respuesta:
-          Señor ¿Quién va a robar los lazos? Por estos lares la gente no llega… y menos de noche.
-          Gracias –contestó el negociante; luego se retiró.
Cerca al medio día, el sol había avanzado caminando hasta el centro del universo. El comerciante y sus ayudantes no habían desayunado por buscar las sogas. A don Lucio se le hacía un mundo pensando como cargar sus productos en las doce mulas negras. Así divisó un burro que se aproximaba, tras–trus…, con sus patas delgadas y con las orejas muy paradas hacia adelante. El comerciante se aproximó al burro y el pollino lo saludó con sumo respeto:
-          Amigo, buenos días ¿Qué se le ofrece?
El comerciante después de recibir el saludo, con voz lacerante le narró todo lo que le había sucedido. La bestia, luego de golpear al suelo con sus patas delanteras, le respondió:
-          Amigo comerciante, yo sé dónde están las sogas.
-          ¿Estás seguro? ¿Cómo sabes?
-          No quiero que me preguntes –le dijo el jumento. — Señor burro, ¿los puedo recuperar? ¿Acaso puedes ayudarme?
-          Por supuesto amigo –dijo el asno.
El semblante de don Lucio se trastocó en alegría desbordante. Seguidamente el comerciante le preguntó:
-          ¿Cuánto me cobras? La bestia mirando al comerciante, le dijo:
-          ¿Qué haría yo con el dinero? Lo que quiero, señor comerciante, es que me traigas una carga regular de cebada, en etapa de espigar, y también una porción de quinua, pero hervida.
-          De acuerdo, amigo burro –respondió el comerciante.
El comerciante llamó a uno de sus ayudantes y le ordenó que bajara a Ollantaytambo para comprar una carga de cebada y quinua.
Él no perdía las esperanzas de encontrar sus doce lazos, y con sus ayudantes los siguió buscando por quebradas y lomadas.
Ya al atardecer, el ayudante apareció cargado de pasto de cebada y quinua hervida. Estaba muy cansado y sudoroso y, al llegar, lanzó la carga delante del burro. Don Lucio le dijo al animal:
-          Amigo burro: ahí tienes lo que me has pedido.
-          Gracias don Lucio –respondió el burro.
El asno comenzó a manducar, a boca llena, la cebada espigada. Saboreaba con placer, mientras que la quinua hervida se mantenía cerca. Después que terminó de yantar la cebada, le dijo al comerciante:
-          Amigo, ahora me voy a echar en el suelo, luego tú me vas a untar con la quinua hervida: mis ojos, mi ano y mi boca.
-          ¿Y después? — Ah… luego te vas retirar lejos del lugar junto con tus mulas.
-          ¿Acaso señor burro no me estás engañando? — Señor arriero ¿cómo vas a pensar de esta manera?
-          Está bien, pero después, ¿qué hago? –preguntó el comerciante.
-          Cuando escuches mi rebuzno, recién vendrás.
-          Está bien –respondió el comerciante. El burro se estiró en el suelo en forma rígida.
Después de largo rato se aproximó un zorro con pasos lentos y desconfiados y comenzó a mirar con ojos escrutadores todas las partes del burro; luego dio varias vueltas alrededor del pollino. El zorro se paró junto a la cabeza del rucho y después dijo:
- Ah… ¡qué suerte tengo ¡…este burro está muerto, seguramente con torzón, pues debe haber tragado mucho. No pensaba banquetear tan rica carne ¿Cuántos días estará ya muerto? Tiene la panza muy hinchada. Uf… en su boca hay gran cantidad de gusanos, igualmente en sus ojos y ano. O sea, ya está en putrefacción. Yo solo ¡ qué voy a poder terminar tanta carne ¡, mejor voy a llamar al resto de los zorros para banquetear en grupo porque ellos, en alguna oportunidad, también me han invitado a saborear las ricas carnes de ganados que se habían desbarrancado.
El zorro se retiró brincando de regocijo; luego oteó desde encima de un pedrón verduzco. Los zorros comenzaron a salir de sus madrigueras y, seguidamente se enrumbaban, guiados por los ademanes del zorro. Las bestias carnívoras rodearon al pollino; de sus bocas caían cantidades de saliva. Antes de empezar con el banquete, uno de los zorros habló:
-          Hermanos y hermanas, este burro está muerto hace días. Miren su ano, ojos y boca, hay gran cantidad de gusanos –quinua hervida–. Pero si empezamos a banquetear, su hedor va a llegar a las narices de los cóndores, pumas y otros animales. Ellos pronto van a llegar y nos van a quitar toda la carne.
-           Amigo ¿Qué podemos hacer? –dijo uno de los carnívoros.
-           Hermanos, lo que podemos hacer es arrastrar el burro a mi madriguera, que es grande.
-           Pero ¿con qué sogas? 
-          Yo tengo –anunció el zorro-. Luego otro dijo: 
-   Esta carne aún está fresca y todavía no está tan malograda; tampoco vuelan las chiririnkas [moscardones].
El jefe de los zorros, que tenía cola frondosa y canosa, habló:
-          Hermanos, cada uno de ustedes tiene que amarrarse la punta de los lazos a vuestros cuellos y cinturas, para que de esta manera puedan tener más fuerza para arrastrar el burro.
-          Está bien –dijeron a voz unísona los zorros.
El sol desde la altura contemplaba cómo las bestias carnívoras arrastraban al burro plateado en una sola dirección. Hacían todo el esfuerzo posible para llegar lo más rápido a la madriguera. Pero, súbitamente, el burro plateado se levantó del suelo rebuznando y correteando por los pedregales y campos; pateando, coceando y mordiendo a los zorros. Los animales al recibir las patadas y mordeduras, iban muriendo. El sol paralizó su caminata por el firmamento, contemplando asombrado la tragedia de los zorros.


El comerciante corrió al encuentro del burro para agradecerle por la recuperación de sus doce lazos.

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